lunes, 15 de diciembre de 2008

El carácter de la ciudad

CUANDO desde nuestra casa salimos a las calles de la ciudad, en realidad seguimos en nuestra propia casa. La ciudad es, por así decirlo, el común y amplio jardín de entrada al hogar; es su antesala y su continuación, y forma parte de él.
Hasta que no seamos conscientes, todos, de que cuando caminamos por las calles de la ciudad estamos caminando por los pasillos de nuestra vivienda; hasta que no aprendamos esto bien, la ciudad seguirá siendo pasto de especuladores inmobiliarios sin escrúpulos, de concejales de bolsillo fácil y de arquitectos de brocha gorda que son los que siempre están dispuestos a ejecutar cualquier encargo por disparatado o agresivo que sea.
Escribió Ganivet en su Granada la Bella que «las ciudades, insensiblemente, van tomando el carácter de las generaciones que pasan» De igual forma, entiendo, los habitantes se ven influidos en su carácter, en sus relaciones, por el tipo de ciudad que habitan: como en un juego de pelota que bota y rebota, la ciudad, como decía Ganivet, toma el carácter de los que en ella viven y han vivido; pero, a su vez, devuelve a los residentes ese carácter que también cala en ellos.
De manera que, si se trata de una villa de suaves construcciones, de agradables paseos, de apacibles espacios, proyectará esos modos sobre el carácter general de sus vecinos, sobre su forma de ser, contribuyendo a su felicidad. Sin embargo, si es una ciudad de edificaciones agresivas, opresivas y ofensivas, esa psicología asfixiante y aplastante la convertirá en una ciudad perturbada y nerviosa; y ese nerviosismo lo transmitirá, en buena medida, a las personas que en ella viven, y las condicionará, contribuyendo a su agresividad e infelicidad.
Por eso es tan importante una ciudad ordenada y tranquila en sus construcciones; una ciudad que sepa respetar el paso y el poso que los siglos han ido dejando en su personalidad, y continuarlos. Por eso es tan importante que una ciudad no permita construcciones disparatadas; que no troque su fina piel de paredes por bastas escamas de paredones.
Sin embargo, vemos a diario, en cada pueblo, en cada ciudad, cómo se permutan paredes por paredones: paredones muy apropiados para fusilar estéticas. Nos colocan en cualquier rincón, o en medio de la localidad, aparatosos frontones que lo tapan todo y donde rebota el sentido común: inmensas pantallas de hormigón perfectamente adecuadas para proyectar sobre ellas la imagen de pesadilla urbana que han adquirido nuestras poblaciones. Nos colocan en cualquier rincón, o en medio de la localidad, tremendos icebergs de cemento armado que navegan por la vega o por las calles de la ciudad. Y encima nos lo venden como el no va más de lo ultramoderno.
Melchor Almagro San Martín escribía en 1915 de «un elemento terrible que apareció en nuestra ciudad al final de la era de la remolacha. Me refiero al cemento. Es inaudita y prodigiosa la cantidad de horrores que pueden cometerse con el cemento» ¡Y eso que Almagro San Martín no había visto nada: apenas vislumbraba el comienzo de los desaguisados!
Hemos extraído a nuestras urbes su alma blanda y les hemos inyectado, a cambio, un alma dura y una armadura disparatada de ladrillajo y cementón.
Les hemos arrancado, les seguimos arrancando, el carácter que han ido tomando y formando durante muchas generaciones, su carácter, nuestro carácter, y les hemos metido, les seguimos metiendo, unos caracteres impropios, foráneos, estridentes, universalizados, uniformados, imitados y traídos de sitios ajenos.
La ciudad, cierto, va tomando la psicología de sus moradores; pero también éstos toman la psicología de la ciudad.
De modo que, quien visite tal población y la encuentre bella, serena, con edificios equilibrados y propios de su entorno geográfico, respetuosos y continuadores de su pasado, podrá decir: he aquí unos ciudadanos sensibles, equilibrados, serenos, que saben respetar lo que han recibido y defender los rasgos positivos de su personalidad. Por el contrario, si el visitante encuentra una urbe con construcciones disformes, monstruosas, que nada tienen que ver con lo heredado, podrá decir con toda propiedad: he aquí unos ciudadanos descuidados, carentes de sensibilidad, irrespetuosos con lo que han aprendido o han heredado de sus ancestros; he aquí unos ciudadanos entre los que abundan los codiciosos y los especuladores, o los desidiosos ante los abusos, la codicia y la especulación de unos cuantos
Las ciudades feas, desproporcionadas, mal vestidas, no son otra cosa que espejos donde se refleja la fealdad del carácter general de sus habitantes. Mientras que una ciudad bella, sin estridencias, nos habla de lo apacible, de la nobleza, y hasta de la bondad, de sus ciudadanos.
Y nada tiene que ver esto con la mayor o menor cantidad de recursos que el municipio allegue. La escasez no tiene por qué estar reñida con el buen gusto ni con el buen orden. Además, en cuestiones de estética urbana, desgraciadamente, suele ocurrir lo contrario: es la llegada abundante de dinero lo que suele traer la destrucción de lo propio, la fea imitación de lo foráneo y la despersonalización de todo.
Nosotros somos, tan sólo, un pequeño eslabón entre el pasado y el futuro de la ciudad. Si no respetamos su pasado, si lo modificamos o destruimos en el presente, tampoco estamos respetando su futuro al cual no transmitimos lo que a nosotros ha llegado, sino el testimonio de nuestro feo carácter urbano y colectivo: el testimonio de la saña destructora con la que tratamos lo nuestro y lo que nos han legado los nuestros.

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